jueves, 9 de agosto de 2012

De rebajas que nos vamos

Hoy estoy agotada. A primera hora de la mañana llamaron unos Testigos de Jehová a mi puerta, y no los eché hasta pasadas dos horas, tras convertirlos al cristianismo. Después tenía clase de aquatonic, pero la suspendieron porque al parecer el profesor se había resbalado por las escaleras de la piscina cuando intentaba salvar de morir ahogada a doña Conchi, su alumna más avanzada. Y cuando digo avanzada me refiero de edad. Conchi se había apuntado a las clases para reavivar la llama de su matrimonio, e intentaba hacer la postura del flamenco cuando la cadera se le fue por bulerías. La verdad es que de mis clases de aquatonic nunca esperé grandes resultados. La mala forma física de mi entrenador, que llevaba impartiéndola durante media vida, hablaba por sí sola.

Eran las 12 y me quedaban tres horas por delante antes de sentarme a la mesa para recibir esos suculentos manjares que con todo el amor y sudor de su frente –espero que no literalmente- nos prepara Rosalina, y tenía que buscar una actividad  para rellenarlas. No se me ocurrió mejor cosa que ir a las rebajas. Era una experiencia nueva para mí. Acostumbrada a que me hagan todos los trajes a medida, la idea de comprar ropa prefabricada me resultaba emocionante. Descosí la CH de mi jersey e intenté ir lo menos combinada posible para confundirme entre la multitud. No quería ir a tiendas de moda, hoy tenía una cita con Amancio Ortega.


La primera parada se llamaba Bershka. Me sorprendió no ver ningún cartel de “Prohibido encender fuego”, ya que con tanta licra era un lugar potencialmente inflamable. De las perchas colgaban camisetas con estampados de pieles sintéticas, como si alguien viniera de cazar peluches. Apunté el nombre del sitio para volver cuando llegaran Carnavales, y salí corriendo sin esperar a que me pusieran el sello para poder volver a entrar. La música de los buffles retumbaba en mi cabeza, por eso, antes de seguir mi paseo, me senté en un banco y saqué del bolso la revista Vogue para enjuagarme los ojos, como cuando bebo agua antes de probar un plato nuevo. A unos pasos estaba Woman Secret, que yo no quiero decir nada, pero como se entere Victoria... Entré para preguntar si tenían enaguas, y la dependienta me dijo que no, pero me señaló una caja llena de ropa interior de oferta. Me puse unos guantes de látex dispuesta a rebuscar, pero allí no había nada que me interesara. Ni con la tela de todos los tangas me daba para uno de mis pololos que tan buen culito me hacen. Antes de salir le dediqué una mirada de reprobación a un chico solitario que manoseaba entre los sujetadores.



Allá a lo lejos vi Pimkie, pero estaba tan vacío que juraría que no había ni dependientas. Luego Pull&Bear, al cual denunciaré por la publicidad engañosa de su nombre. Pero la tienda que más me invitó a entrar fue Zara. Dentro me sorprendió la cantidad de chicos que habían sido arrastrados por sus parejas para ser usados como percheros. Claro, si es que ya lo había dicho yo: con unos carritos nos ahorrábamos tanto estorbo de hombres. En el centro de la tienda vi unos preciosos vaqueros enfundados en uno de los maniquíes, y ni corta ni perezosa me dispuse a quitárselo:

-Señorita, señorita. ¡No puede hacer eso!

-¡Cómo que no! Quiero estos pantalones.

-Pero los de exposición no los puede coger.

-Bueno, pues deme otros iguales.

-Lo siento, sólo tenemos lo que está fuera

-Estos están fuera– a esta le hace falta que le repitan la frase de “el cliente siempre tiene la razón”.

-No nos quedan.

-Pero si los tiene este bicho puesto! – me recordó a los que le ponen bufanda y chaqueta a los muñecos de nieve mientras hay gente que va desnuda.

-Mire en este stand de aquí a ver si ve algo que le guste mientras yo hablo con el encargado.

Y allí me dejó, pasando perchas y perchas de pantalones a cada cual más hortera (31 de julio, las sobras de las sobras). Aproveché, ya que estaba, para seleccionar los rotos, desgastados y desteñidos y fui a llevárselos, junto con algunas camisetas roídas y otras a las que le faltaba un forrito por abajo. 


La cajera, que estaba llamando a una de sus compañeras al son de: “Vane, una devo” -que ya me dirás tú por qué las dependientas que están cobrando no saben hacer devoluciones- no supo agradecer mi gesto de generosidad y me echó una mirada asesina mientras murmuraba algo por el walkie talkie. En eso las envidio. Siempre quise usar un walkie talkie de manera natural en mi vida diaria. Un hombre trajeado me asaltó por la espalda tocándome los hombres y me dijo si sería tan amable de acompañarle al despacho. Le dije que me sentía alagada, pero no tenía ningún interés por él y además ya era hora de irme a comer. 

Salí a la calle y grité “Taxi”. No apareció ninguno, maldije a las películas norteamericanas por sus falsas ilusiones y resignada llamé a Jefrrey. Sin bolsas tras ir de shopping me sentía desnuda, pero supe reconocer mi derrota y avergonzada me subí al Ferrari Testarossa de asientos de cuero marrón, en donde me esperaba un frapuccino del Starbucks en el reposabrazos y una bolsa de macarons. No todo en la vida van a ser desgracias.

2 comentarios:

  1. Pepis, ¿qué te pasa?
    Esta entrada es tan poco tuya, o estás perdiendo carísma o el día de shopping junto al estar expuesta a la ropa de la gente pobre te ha afectado.

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