domingo, 29 de julio de 2012

Mi comunión: Parte I

Pocas cosas recuerdo yo en esta vida con la misma ilusión que el día de mi comunión. Bueno quizás cuando los de la Catequesis acampamos en la calle para ser los primeros en entrar al cine a ver La Pasión de Cristo.



La noche anterior a mi gran fiesta no podía dormir, por fin el Señor y yo nos fusionaríamos en una misma persona, algo así como sacado de Dragon Ball. Mi madre me mandó pronto a la cama y yo obedecí sin rechistar. Sin embargo bajo el calor de mis sábanas escuché un par de minutos Radio María ya que los nervios podían conmigo.

Oí como mis padres iban a acostarse y aproveché para ir al ala este de la casa a beber un caliente vaso de leche acompañado de cinco valerianas. Cuando pasé por el salón encontré mi vestido de comunión colgando de una percha de tela (que según las leyes de la física cuántica debe tratar mejor los tejidos). Sin dudarlo me enfundé en él, me quedaba perfecto, como no podía ser de otra manera. Paseé por los solitarios pasillos de mi casa lanzándome confetis blancos hechos de trocitos de papel higiénico mientras saludaba emocionada a un público inexistente y les daba las gracias por venir a verme.

Acudí a la cocina a por esa ansiada taza calentita de leche. Me serví tantas cucharadas como sugerían las instrucciones del bote. Nunca comprenderé a esos pobretones que se echan una minúscula cucharadita de café, ¡las instrucciones están escritas por un equipo de profesionales que evalúan el nivel óptimo del cacao! Me tomé un par de valerianas y seguí bailando por mi casa como si fuese la Cenicienta.


Volví al salón donde a esas horas estaban echando un programa llamado Dos Rombos pero horrorizada apagué la tele y recé un par de oraciones por esas almas condenadas al infierno, cuánto pecador hay por ahí suelto…

Noté que mis ojos empezaban a cerrarse y tras un despiste se me cayó toda la taza de chocolate encima.

La adrenalina ganó la batalla al efecto somnífero de las valerianas. Di un brinco. No me podía estar pasando esto. Yo que había seguido una rigurosa dieta de apio y acelgas para caber en mi vestido de comunión.

Veréis, cuando fui a probarme con mi madre el vestido a una de las más cotizadas tiendas de toda España yo no era lo más delgada del mundo. Lo reconozco, fui un poco gorda en mis tiempos pasados, mi psicólogo me decía que era un poco de grasilla de bebé que desaparecería una vez mi cuerpo evolucionase pero yo no estaba tan segura, halagos por compasión no. Así que si un día en la Cuore me encontráis en uno de estos reportajes de antes y después ya estáis advertidos, por favor no me juzguéis. Aunque ahora que lo pienso ya le he hecho borrar a Anne Geddes toda evidencia. Tras conseguir la estilizada figura que Dios había pensado para mi, tardé dos años de terapia en volver a aceptarme.


La cuestión es que la zorra de la dependienta me quería envolver en una cosa que parecía sacada de las cortinas de su casa, repitiéndome una y otra vez que estaba adorable y omitiendo el hecho de que parecía un saco de patatas. Yo le señalé con el dedo un vestido que estaba colgado de un sonriente maniquí y mi madre sin mediar más palabra lo compró. Ese fue mi Everest, caber dentro de esa obra de arte hecha de gasas y tul. Cuando descubrí bajo mi sorpresa que la mantequilla era todo carbohidratos la dejé a un lado y empecé mi dieta a base de apio y acelgas, masticando muy despacio, de forma que quemase más calorías de las que tragaba.

Acaba de manchar todo mi vestido, parecía que alguien con diarrea lo hubiese usado como inodoro. Aún por encima, las valerianas empezaban a surtir efecto y mis ojos se iban cerrando poco a poco hasta quedarme por fin dormida en mitad del salón, con mi vestido de comunión puesto y lleno de manchas marrones.

Rosalina me despertó a primera hora de la mañana.
-¡Señorita Pepis! ¡Despierteee! ¿Qué ha pasao con su vestio?- su castellano realmente iba mejorando, pensé.

Me desperté horrorizada comprobando que no había sido ningún sueño. Mi primer instinto fue echarle la culpa a Rosalina por zarandearme, pero el chocolate ya se había solidificado con el tul formando una masa deforme juntando las cinco capas de tela en una.

Mi madre llegó al oír los gritos y sin mediar palabra me llevó de la mano al coche. Y arrancó rumbo al El Corte Inglés.

Si hay algo por lo que siempre he rezado en esta vida es por aquellas niñas pobretonas que se tienen que conformar con uno de esos vestidos sintéticos de cualquier gran almacén. Desgraciadamente yo iba de cabeza a convertirme en una de ellas.


Horas después estaba avanzando por el altar con lágrimas de verdad en los ojos, pero no exactamente de alegría. La ceremonia transcurrió sin ningún altercado más, yo a pesar de la catástrofe de mi vestido estaba muy mona. Lo sé, no podía ser de otra forma. Tenía una vela hecha por monjes tibetanos y en la otra mano el Códice Calixtino que amablemente me había prestado el ladrón de la Catedral para la ocasión
Mañana os cuento cómo fue le resto del día pero ahora os tengo que dejar que tengo que anular mi puja en eBay por el Códice, estaba tan cerca de conseguirlo...

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