La noche anterior a mi gran fiesta no podía dormir, por fin
el Señor y yo nos fusionaríamos en una misma persona, algo así como sacado de
Dragon Ball. Mi madre me mandó pronto a la cama y yo obedecí sin rechistar. Sin
embargo bajo el calor de mis sábanas escuché un par de minutos Radio María ya
que los nervios podían conmigo.
Oí como mis padres iban a acostarse y aproveché para ir al
ala este de la casa a beber un caliente vaso de leche acompañado de cinco
valerianas. Cuando pasé por el salón encontré mi vestido de comunión colgando
de una percha de tela (que según las leyes de la física cuántica debe tratar
mejor los tejidos). Sin dudarlo me enfundé en él, me quedaba perfecto, como no
podía ser de otra manera. Paseé por los solitarios pasillos de mi casa
lanzándome confetis blancos hechos de trocitos de papel higiénico mientras
saludaba emocionada a un público inexistente y les daba las gracias por venir a verme.
Acudí a la cocina a por esa ansiada taza calentita de leche.
Me serví tantas cucharadas como sugerían las instrucciones del bote. Nunca
comprenderé a esos pobretones que se echan una minúscula cucharadita de café,
¡las instrucciones están escritas por un equipo de profesionales que evalúan el
nivel óptimo del cacao! Me tomé un par de valerianas y seguí bailando por mi casa como si fuese la Cenicienta.
Volví al salón donde a esas horas estaban echando un programa
llamado Dos Rombos pero horrorizada apagué la tele y recé un par de oraciones
por esas almas condenadas al infierno, cuánto pecador hay por ahí suelto…
Noté que mis ojos empezaban a cerrarse y tras un despiste se
me cayó toda la taza de chocolate encima.
La adrenalina ganó la batalla al efecto somnífero de las
valerianas. Di un brinco. No me podía estar pasando esto. Yo que había seguido
una rigurosa dieta de apio y acelgas para caber en mi vestido de comunión.
Veréis, cuando fui a probarme con mi madre el vestido a una
de las más cotizadas tiendas de toda España yo no era lo más delgada del mundo.
Lo reconozco, fui un poco gorda en mis tiempos pasados, mi psicólogo me decía
que era un poco de grasilla de bebé que desaparecería una vez mi cuerpo
evolucionase pero yo no estaba tan segura, halagos por compasión no. Así que si
un día en la Cuore me encontráis en uno de estos reportajes de antes y después
ya estáis advertidos, por favor no me juzguéis. Aunque ahora que lo pienso ya
le he hecho borrar a Anne Geddes toda evidencia. Tras conseguir la estilizada
figura que Dios había pensado para mi, tardé dos años de terapia en volver a
aceptarme.
La cuestión es que la zorra de la dependienta me quería
envolver en una cosa que parecía sacada de las cortinas de su casa,
repitiéndome una y otra vez que estaba adorable y omitiendo el hecho de que
parecía un saco de patatas. Yo le señalé con el dedo un vestido que estaba
colgado de un sonriente maniquí y mi madre sin mediar más palabra lo compró.
Ese fue mi Everest, caber dentro de esa obra de arte hecha de gasas y tul. Cuando descubrí
bajo mi sorpresa que la mantequilla era todo carbohidratos la dejé a un lado y
empecé mi dieta a base de apio y acelgas, masticando muy despacio, de forma que
quemase más calorías de las que tragaba.
Acaba de manchar todo mi vestido, parecía que alguien con diarrea lo hubiese usado como inodoro. Aún
por encima, las valerianas empezaban a surtir efecto y mis ojos se iban cerrando
poco a poco hasta quedarme por fin dormida en mitad del salón, con mi vestido
de comunión puesto y lleno de manchas marrones.
Rosalina me despertó a primera hora de la mañana.
-¡Señorita Pepis! ¡Despierteee! ¿Qué ha pasao con su vestio?-
su castellano realmente iba mejorando, pensé.
Me desperté horrorizada comprobando que no había sido ningún
sueño. Mi primer instinto fue echarle la culpa a Rosalina por zarandearme, pero
el chocolate ya se había solidificado con el tul formando una masa deforme
juntando las cinco capas de tela en una.
Mi madre llegó al oír los gritos y sin mediar palabra me
llevó de la mano al coche. Y arrancó rumbo al El Corte Inglés.
Si hay algo por lo que siempre he rezado en esta vida es por aquellas
niñas pobretonas que se tienen que conformar con uno de esos vestidos
sintéticos de cualquier gran almacén. Desgraciadamente yo iba de cabeza a
convertirme en una de ellas.
Horas después estaba avanzando
por el altar con lágrimas de verdad en los ojos, pero no exactamente de
alegría. La ceremonia transcurrió sin ningún altercado más, yo a pesar de la
catástrofe de mi vestido estaba muy mona. Lo sé, no podía ser de otra forma.
Tenía una vela hecha por monjes tibetanos y en la otra mano el Códice Calixtino
que amablemente me había prestado el ladrón de la Catedral para la ocasión
Mañana os cuento cómo fue le resto del día pero ahora os tengo que dejar que tengo que anular mi puja en eBay por el Códice, estaba tan cerca de conseguirlo...
Que me da un ataque de risa
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