Llegué a Marco Aldany. Temblaba como un flan. Cuando
voy a la peluquería nunca me gusta tanto mi pelo como antes de abrir la puerta.
Respiré hondo y tras un chasquido de dedos me abrieron las puertas.
-¡Oy Pepis! Cuánto tiempo sin verte.
-Todo el que pude. Vengo a que me cortes las puntitas.
Me sentó en una silla de tortura y me encajó la cabeza
en la pileta. Creo que ni a conciencia la pueden hacer más incómoda. Podemos lanzar
un cohete a la luna y no podemos inventar un lavatorio de cabello agradable.
Una champunier ("ponedor de champú" para aquellos de la España profunda) me enjabonó el cabello. Me preguntó si el agua quemaba y le
dije que sí. Pero para mi sorpresa no la puso más fría y mi cabeza quedaba
inmovilizada en mi cárcel de porcelana, sin poderme resistir. Y de repente,
toma chorro de agua gélida.
-¿Está fría?
-Sí.
Parecía que la respuesta le agradaba ya que tampoco
hizo nada por calentarla. “En fin, viene de un FP, no se le puede pedir más”. Me
enrolló una toalla y me pasó a otra silla. En otra vida debí ser árabe, una
reina mora por ejemplo, porque me quedaba realmente bien. Vale que el tiempo se
me pasa rápido cuando me contemplo frente al espejo, pero Rupert, mi peluquero de confianza, estaba tardando
demasiado. Había perdido mi plantilla para recortarme el pelo, una medida de
seguridad que minimizaba riesgos.
Sentí un fuerte impulso para levantarme y echar a
correr, pero mis pies no tocaban el suelo y mis intentos por coger impulso
fueron vanos. Malditas sillas con ruedas. En fin, me fiaría de Rupert. Rupert era
el típico peluquero gay. Todos sabemos que es una de sus profesiones fetiches,
junto con personal shopper, pintor o colaborador de cualquier programa de la
MTV. Llevaba camisa a cuadros, con los dos primeros botones abiertos, pantalón
fardapaquete y mocasines. Sí, lo sé, es un estereotipo andante, pero ¿qué le
quieres? Que me lo tuviera que cortar a ojo era un contratiempo, pero bueno, de
perdidos al río. Le dije que me lo pusiera como la niña de Camino, que lo
tenía muy bonito y muy brillante. Ay, que maja era.
Rupert me atusaba el pelo y a mí que me anden en la
cabeza me pierde, así que me quedé en fase REM. Pero cuando abrí los ojos mi pelo
estaba hecho jirones, con desniveles y capas imposibles. Ruper me miraba con cara expectante a la espera de mi veredicto.
-¡Ah! ¿Qué haces garrulo? ¡Yo lo quería como antes de
que ingresara en el hospital! ¡Antes!
Yo lloraba y lloraba, y el culpable de aquella
desgracia hizo un gesto con la mano que movilizó a la que enjabonaba el pelo,
la que barría y la que atendía a la caja. Se acercaron a mí y cual secta
dijeron a la vez:
-Pero no llores, que te queda muy bien.
-Mira como realza tus pómulos.
-Y tus ojos se ven mucho mejor.
Un señor abrió la puerta de repente, colgó su sombrero
en la percha de un lanzamiento y exclamó
hacia mí:
-¿Esa no es Halle Berry?
Mi recién club de fans me aplaudía, me llamaba guapa y
me tiraba pétalos de flores. Eso me hizo sentir un poco mejor, pero a Marco no
le pagué. Él lo entendió y como muestra de arrepentimiento me regaló un lote de
productos Tressemé, aunque todos saben que es el champú del Mercadona en otro
frasco.
Llegue a casa y me observé meticulosamente en el
espejo. Pude comprobar que todo lo que me hago me queda bien y claro, se acaba
poniendo de moda. Pronto los famosos de Hollywood me empezaron a copiar. Ay
Miley, cuando te vea te cuento la historia.
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