Hoy estoy agotada.
A primera hora de la mañana llamaron unos Testigos de Jehová a mi puerta, y no
los eché hasta pasadas dos horas, tras convertirlos al cristianismo. Después
tenía clase de aquatonic, pero la suspendieron porque al parecer el profesor se
había resbalado por las escaleras de la piscina cuando intentaba salvar de
morir ahogada a doña Conchi, su alumna más avanzada. Y cuando digo avanzada me
refiero de edad. Conchi se había apuntado a las clases para reavivar la llama
de su matrimonio, e intentaba hacer la postura del flamenco cuando la cadera se
le fue por bulerías. La verdad es que de mis clases de aquatonic nunca esperé
grandes resultados. La mala forma física de mi entrenador, que llevaba
impartiéndola durante media vida, hablaba por sí sola.
Eran las 12 y me
quedaban tres horas por delante antes de sentarme a la mesa para recibir esos
suculentos manjares que con todo el amor y sudor de su frente –espero que no
literalmente- nos prepara Rosalina, y tenía que buscar una actividad para
rellenarlas. No se me ocurrió mejor cosa que ir a las rebajas. Era una
experiencia nueva para mí. Acostumbrada a que me hagan todos los trajes a
medida, la idea de comprar ropa prefabricada me resultaba emocionante. Descosí
la CH de mi jersey e intenté ir lo menos combinada posible para confundirme
entre la multitud. No quería ir a tiendas de moda, hoy tenía una cita con
Amancio Ortega.
Allá a lo lejos vi Pimkie, pero estaba tan
vacío que juraría que no había ni dependientas. Luego Pull&Bear, al cual denunciaré
por la publicidad engañosa de su nombre. Pero la tienda que más me invitó a
entrar fue Zara. Dentro me sorprendió la cantidad de chicos que habían sido
arrastrados por sus parejas para ser usados como percheros. Claro, si es que ya
lo había dicho yo: con unos carritos nos ahorrábamos tanto estorbo de hombres. En
el centro de la tienda vi unos preciosos vaqueros enfundados en uno de los
maniquíes, y ni corta ni perezosa me dispuse a quitárselo:
-Señorita, señorita. ¡No puede hacer
eso!
-¡Cómo que no! Quiero estos
pantalones.
-Pero los de exposición no los puede
coger.
-Bueno, pues deme otros iguales.
-Lo siento, sólo tenemos lo que está
fuera
-Estos están fuera– a esta le hace
falta que le repitan la frase de “el cliente siempre tiene la razón”.
-No nos quedan.
-Pero si los tiene este bicho puesto! – me recordó a los que le ponen bufanda y chaqueta a los muñecos de
nieve mientras hay gente que va desnuda.
-Mire en este stand de aquí a ver si
ve algo que le guste mientras yo hablo con el encargado.
Y allí me dejó, pasando perchas y
perchas de pantalones a cada cual más hortera (31 de julio, las sobras de las
sobras). Aproveché, ya que estaba, para seleccionar los rotos, desgastados y
desteñidos y fui a llevárselos, junto con algunas camisetas roídas y otras a
las que le faltaba un forrito por abajo.
La cajera, que estaba llamando a una
de sus compañeras al son de: “Vane, una devo” -que ya me dirás tú por qué las
dependientas que están cobrando no saben hacer devoluciones- no supo agradecer
mi gesto de generosidad y me echó una mirada asesina mientras murmuraba algo
por el walkie talkie. En eso las envidio. Siempre quise usar un walkie talkie
de manera natural en mi vida diaria. Un hombre trajeado me asaltó por la
espalda tocándome los hombres y me dijo si sería tan amable de acompañarle al
despacho. Le dije que me sentía alagada, pero no tenía ningún interés por él y
además ya era hora de irme a comer.
Salí a la calle y grité “Taxi”. No apareció ninguno, maldije a las películas norteamericanas por sus falsas ilusiones y resignada llamé a Jefrrey. Sin bolsas tras ir de shopping me sentía desnuda, pero supe reconocer mi derrota y avergonzada me subí al Ferrari Testarossa de asientos de cuero marrón, en donde me esperaba un frapuccino del Starbucks en el reposabrazos y una bolsa de macarons. No todo en la vida van a ser desgracias.
Salí a la calle y grité “Taxi”. No apareció ninguno, maldije a las películas norteamericanas por sus falsas ilusiones y resignada llamé a Jefrrey. Sin bolsas tras ir de shopping me sentía desnuda, pero supe reconocer mi derrota y avergonzada me subí al Ferrari Testarossa de asientos de cuero marrón, en donde me esperaba un frapuccino del Starbucks en el reposabrazos y una bolsa de macarons. No todo en la vida van a ser desgracias.
Pepis, ¿qué te pasa?
ResponderEliminarEsta entrada es tan poco tuya, o estás perdiendo carísma o el día de shopping junto al estar expuesta a la ropa de la gente pobre te ha afectado.
Simplemente sublime!! <3
ResponderEliminar